ANDRÉS SERRANO: EL CUERPO
DESPOJADO.
Francisco L. González-Camaño.
Pocas obras fotográficas de las últimas décadas han sido tan políticamente indigestas y socialmente controvertidas como la del neoyorquino de origen cubano-hondureño Andrés Serrano. Ya en sus lejanas creaciones de los años ochenta del pasado siglo, algunas de marcado carácter abstracto, se nos obligaba a enfrentarnos a un espacio en el que a través de una serie de fluidos (leche, sangre, orina) el artista buceaba en sus propias obsesiones católicas. Es bien sabido que Serrano fue educado en el rigor católico de su familia en la zona italiana de Brooklyn, y eso, de una manera u otra, ha ido aflorando a lo largo de toda su carrera creativa. Como dijera él mismo en una entrevista con Coco Fusco en 1991: “Un artista no es nada sin sus obsesiones, y yo tengo las mías (...) La religión descansa en símbolos y mi trabajo como artista consiste en perseguir la manipulación de ese simbolismo y explorar sus posibilidades”.(1)
En ese fascinante esfuerzo Serrano tuvo la tan inestimable como inesperada ayuda de un timorato senador norteamericano, Alphonse D´Amato, que al tiempo que se rasgaba públicamente las vestiduras no tuvo empacho en pasear un “sacrílego” Piss Christ (un crucifijo sumergido en orina) por numerosas dependencias del Senado. La obra, mientras tanto, fue catalogada de “blasfema y ofensiva” provocando en los ambientes ilustrados la típica cause célèbre que llevará aparejada la rápida consagración internacional del artista.
Desde aquella exposición de la serie de los fluidos hasta hoy, su obra no ha dejado de crecer en su doble dimensión social y política, pero también espiritual y metafísicamente. Sobre todo, a partir de 1992, cuando expone su proyecto de The Morgue (Cause of Death), en donde su cámara convierte la muerte moderna (que el espectador supone terrible al leer los títulos que acompañan cada foto) en imágenes de perturbadora belleza, que remiten a menudo a la Historia del Arte. Antes, en 1990, ya se había encaminado hacia esa dirección al retratar a 30 vagabundos (seres precadavéricos) que encuentra en el metro y los parques de Nueva York. En el estudio los compone, devolviéndoles así la dignidad de personas con cuerpo que en la calle no tenían.
Sin embargo no será hasta la serie de La Morgue cuando Serrano decide encararse de manera radical con lo que significa el cuerpo. El resultado es paradójico: del horror extrae belleza, de la perturbación, serenidad. El artista hace de un espacio frío y neutro el escenario más metafísicamente denso que una foto pueda representar.
Como el propio fotógrafo ha confesado públicamente en más de una ocasión, la idea de ir a un depósito de cadáveres para fotografiarlos le rondaba por la cabeza desde hacía varios años(2). Pero ante las dificultades administrativas y operativas a las que tenía que enfrentarse, desistió. Pasado un cierto tiempo, la oportunidad, en cambio, se le presentó por carambola. En palabras de Serrano: “ Sometimes I feel I have been blessed with luck, and I always think it must be God`s will” (A veces siento que la suerte me bendice y siempre creo que debe de ser Dios quien lo quiere así)(3). Y de este modo fue como una vieja amiga suya, que sabía del deseo de Serrano, le puso en contacto con alguien, a su vez amigo de ella, que trabajaba en una de las morgues de Nueva York y que terminó facilitándole la entrada. En poco más de dos semanas se encontró allí dentro, rodeado de cadáveres, y con su cámara fotográfica. Así pues, desde el inicio del proyecto no hay dudas sobre el título de la serie, The Morgue. La intención del subtítulo, (Cause of Death) o “motivo del fallecimiento”, encierra, no obstante, significaciones más sutiles. Son, en realidad, paréntesis en los que el autor incluye el único dato que conoce de esos cuerpos yacentes. Literalmente, “la causa de la muerte”. Nada supo nunca de ellos mientras estuvieron vivos y, por tanto, en ese paréntesis técnico descansa la única posibilidad de individuidad, de hacerlos individuos a la vez que víctimas, aunque sea ya demasiado tarde para lo primero. Individuos, como si dijéramos, post mortem. Desde el principio, pues, es evidente que el fotógrafo se preocupa por subrayar que cada muerto es una víctima y que cada cuerpo es el escenario en que acontece un accidente fatal. En otras palabras, del objeto fotografiado no se conoce más que su definitivo fracaso como sujeto, anotado minuciosamente en un clínico paréntesis. Esto contribuye, sin duda, a hacer de estas obras artefactos más incómodos si cabe a la mirada del espectador.
Al igual que ocurriera con su Piss Christ, como ya señalara en su día Robert Hughes, buena parte de la carga de angustia e incluso provocación, radica en el título, esto es, en lo que está dicho entre paréntesis. Diríamos que Serrano hace un uso explícitamente político, simulando ser objetivo, de la palabra. No pretendemos con esto impedir, a su vez, una posible derivación política también de sus imágenes, pero en ellas “lo político” no es lo sustantivo, ni siquiera algo que debiera tenerse demasiado en cuenta.
Donde más claro queda patente esta dicotomía es en la foto llamada Jane Doe killed by Police (Jane Doe muerta por la policía), única obra en que se opta por rescatar del anonimato a un cuerpo del cual no sólo se conoce “el motivo del fallecimiento” sino, y esto es lo que lo hace inconfundible, su nombre, ya sea éste real o ficticio. Lo relevante aquí es que el artista, en su paréntesis, ha querido nombrarlo, individuarlo.
La misma intención, además, se observa en la imagen, donde el perfil de la víctima aparece completo. Así, las dos prohibiciones que a Serrano le impusieron para poder trabajar en la morgue (no revelar las identidades ni a través del nombre ni por el rostro) quedan significativamente abolidas en esta instantánea única.
El mensaje parece no ofrecer dudas y la denuncia de un homicidio por disparos de la policía queda intensificada de forma dramática más que por el orificio de entrada de la bala en su sien izquierda, como refleja la fotografía, porque la víctima ha sido ahora nombrada por un nombre.
No deja de resultar curioso que los tres grandes tabúes que han impregnado la sociedad occidental desde hace siglos coincidan con las tres principales obsesiones de Serrano: la religión, el sexo y la muerte. En esto al menos, el neoyorquino no es original. Se sitúa, por el contrario, a conciencia en una tradición que, además de asumir el imaginario católico, reactiva una estética barroca en la que, como se sabe, siempre se ha refugiado una extraña fascinación por los cuerpos convulsos y no bellos.
En las distintas aproximaciones que Andrés Serrano ha ido ensayando a lo largo de su carrera en torno al cuerpo, especialmente en The Morgue, éste aparece siempre atravesado en mayor o menor medida por las tres citadas obsesiones: religión, sexo y muerte. Todas ellas, obsérvese bien, de naturaleza metafísica. El conjunto iconográfico que la serie nos presenta está, por consiguiente, en el extremo opuesto del cuerpo publicitario. Y de cualquier tentación decorativa o sensacionalista, a la manera en que las practicaba Warhol en sus morbosas fascinaciones por los accidentes de tráfico o por las revueltas callejeras. La curiosidad de Serrano por el cuerpo trabaja, en cambio, muy por debajo del nivel de la piel; no es epidérmica, es ontológica. Sus cuerpos son materia, qué duda cabe, incluso materia en descomposición, carroña para la cámara y el ojo, como el transi tardomedieval; pero a la vez están tocados por un misterio postexistencial, congelados (doblemente congelados: en la cámara funeraria y sobre el papel fotográfico) en una desolación escatológica que los hace profundamente conmovedores.
Baste observar detenidamente esta foto (por cierto, la preferida del artista) para comprobar de qué manera se impone una considerable distancia entre la imagen percibida y el ojo que la percibe. Una distancia acrecentada aún más por la hipertrofia del formato, 128x156cms. Es precisamente en esta distancia donde se opera esa metamorfosis del cuerpo, plena de matices expresivos, que de simple materia perecedera (trozos, al fin, de carne pútrida) lo transforma en auténtica sustancia trascendente. Al espectador se le permite, entonces, asistir atónito a la alquimia sagrada que lo transporta de lo material a lo trascendente. Y todo el proceso de transubstanciación pasa por delante de los ojos, en un ritual, a la vez, frío y caliente.
El escenario elegido no es, tampoco, ajeno a este acto mágico. Serrano nos encierra claustrofóbicamente en un espacio aséptico, abstracto, en un “no lugar” para, una vez dentro, imponernos su ley y obligarnos a mirar de frente y sin remedio lo que no queremos mirar, el gran tabú del siglo XX. Y en esa gran habitación desnuda, en la que ningún detalle existe para no desviarnos la mirada de la muerte, escenifica su despiadado ataque contra la extendida interdicción de la misma en Occidente.
Todas las metáforas sombrías, asociadas a la enfermedad y la violencia, están flotando en el aire enrarecido de esta morgue neoyorquina. La neumonía, el asesinato, la meningitis, el abrasamiento, la asfixia, el envenenamiento o el sida, epítomes sucesivos de la muerte contemporánea y cosmopolita. Todos ellos, cuerpos que gravitan, por cierto, en torno a las fantasías punitivas y pasionales con que suele connotarse a la muerte, sobre todo si es sobrevenida. Cuerpos capturados por muertes tormentosas que Serrano ordena visualmente con la minuciosidad con la que pincha el entomólogo a su insecto.
En verdad, el asunto que se solventa en esta suite necrófaga no es el cuerpo, es la muerte. El cuerpo sólo actúa como el necesario receptáculo del dolor y del misterio. El leit-motiv magnético es la muerte, y en concreto, la muerte repentina o violenta, la muerte moderna.
El espectáculo que se nos ofrece es literalmente pavoroso y la puesta en escena contribuye, de modo capital, a ello. Imagínese por un momento al fotógrafo desplazándose con sumo cuidado, con respeto reverencial casi, rodeado de sus utensilios de trabajo, por entre los cadáveres de esa cámara mortuoria tratando de inmortalizar a unos cuerpos de los que nada sabe. Unos cuerpos que al realizarse en su completa mortalidad adquieren la condición de inmortales. Un ejercicio conceptualmente muy barroco que va más allá, por su época e intenciones, del mero “vanitas” clásico de la tradición católica. Esa es la clase de espanto que nos transmite, a través del ojo, el artista.
Como ya se ha dicho, Serrano nos introduce en el moderno depósito de cadáveres sin nombre ni leyenda, y nos obliga por la lectura (de los títulos entre paréntesis) y la contemplación (de las fotografías) a enfrentarnos a la experiencia de lo que no puede transferirse y de lo que no admite explicación satisfactoria ni soporta juicio moral alguno.
La morgue se erige así, en ese espacio frío y sagrado en el que el artista despliega, sin intención escandalizadora pero con una inevitable carga de provocación, una completa taxonomía de la muerte. Pero Serrano también entra en esa habitación solitaria, en esa Cámara de la Gran Indiferencia para rescatar a cada muerto del indiferente olvido y para compensar la sordidez de tanta miseria humana con la energía transformadora del Arte. Su mirada aparenta ser clínica o forense cuando, en realidad, es profundamente artística, emocionalmente artística, lo que hace imposible la indiferencia o el mero interés científico. A poco que nos detengamos a mirar sus cuerpos, comprenderemos que palpita en ellos una sincera implicación emocional.
Implicación que el fotógrafo canaliza unas veces a través de implícitos homenajes a la historia de la pintura, con alusiones a obras de Caravaggio, Bellini o Piero della Francesca, y otras, por vía onírica (imágenes que se producen en los sueños), pero siempre en clave teatral. Retratos como escenas de una tragedia moderna cuyo hilo conductor es la muerte infausta de las sociedades hiperdesarrolladas.
Así pues, la morgue de Serrano, ese aséptico sepulcro sin atributos, ese espacio neutro y vacío, es la más fiel cartografía del fracaso postmoderno. Una panoplia de rostros y de cuerpos que componen el más terrible censo de la contemporánea muerte en Occidente que se ha hecho hasta la fecha. Una disección visual de la enfermedad y la violencia, heladamente lírica, en la cual cada rostro, brazo, vientre, pierna o pie asume con dignidad su parte correspondiente del peso total del significado de lo irreparable.
La morgue, en fin, como el remedo moderno y clínico de la antigua fosa de los pobres en las criptas de las iglesias. Y como ella, anónima y sin pompa.
El Cuerpo Despojado
Pero la muerte que retrata Andrés Serrano también es cuerpo. Es en el cuerpo donde se encarna y la leemos. En esos cadáveres que son, después de todo, presencia de una ausencia. Cada uno, el último resto de una siniestra agonía consignada escuetamente en las notas forenses a pie de foto. Sin embargo, pese a las circunstancias atroces de estas muertes repentinas y artificiales, no se percibe ningún deseo de componer una imagen inadmisible o repulsiva. Sin duda que de sus imágenes nos llega el conflicto y el ruido propios de las grandes urbes, mas no advertimos delectación en el horror, sino una adecuada mezcla de observación analítica y respeto sagrado.
Los cuerpos aparecen despojados (memento mori) y al mismo tiempo embellecidos por una iluminación delicadísima y en absoluto efectista que, no obstante, nos acerca a los estigmas de la muerte, esas diversas laceraciones sufridas en la carne. Cuerpos ausentes, ajenos a ellos mismos, pero que hablan a través de sus heridas. Que no tienen nombre, pero que sin embargo se llaman por sus huellas dactilares. Productos acabados y trágicos de lo material corpóreo.
Serrano, en su intenso escrutinio del cadáver humano sin compasión y sin condena, no pretende causar asco o escándalo, más bien notificar documentalmente las actuales formas del morir. Otra cosa es que enfrentarnos a dicho documento pueda producirnos escándalo o asco. Quizá como consecuencia del incumplimiento de una interdicción: la que nos prohíbe ver la muerte frente a frente. Especialmente si no son muertes “normales”.
Se podría alegar que lo que hace sospechoso de escándalo y morbosidad el trabajo de Serrano son las patologías y accidentes violentos elegidos. Pero recuérdese que estamos en una morgue neoyorquina. Escuchemos al propio artista: “A veces me he preguntado por qué no fotografié ninguna muerte normal , por qué buscaba la muerte violenta. Y mi respuesta es que mis muertos son los muertos normales. En la morgue fotografié a un centenar de personas, y sólo dos o tres habían muerto de viejos, todos los demás murieron violenta y prematuramente”.(4)
En este sentido, es indiscutible que los muertos de Serrano son alegorías muy apropiadas de la muerte moderna, artificial y urbana. Y en su cartografía fúnebre el artista compone un completo conjunto iconográfico que asume con extrema adecuación la nueva visión de la muerte en la era postindustrial, muy alejada ya de la tentación romántica de los muertos eternodurmientes. Como es bien sabido, a fuerza de idealizarla los románticos banalizaron la muerte. Serrano se sitúa conscientemente en las antípodas de esa estética, así como del silencio que sobrevino después, a lo largo del siglo XX. Al tabú del silencio Serrano opone una obra que deletrea solemnemente las seis letras de la muerte. Y que, de paso, da el infalible tiro de gracia a su pública censura. Algo analizado, por lo demás, en el imprescindible artículo “The Pornography of Death”(5) de fecha tan temprana como 1955 en el que Geoffrey Gorer se detiene a estudiar cómo la muerte se ha convertido en el gran tema prohibido del siglo XX y ha sustituido al sexo, que fue el tabú del XIX. Por cierto, sexo y muerte, dos de las obsesiones que Serrano viene combinando con terca asiduidad en su dilatada obra visual.
No obstante, con ser esto último un hecho destacado, quizá el rasgo que caracteriza con más propiedad a The Morgue sea, como ya hemos señalado, su condición de alegoría de la muerte en nuestro tiempo y nuestra sociedad. Amparado en una lúcida medicalización del sentimiento de la muerte, Serrano reflexiona sobre lo que ella significa hoy para nosotros. Contra lo que pudiera parecer, la serie no medita sobre el cuerpo (el cuerpo es una unidad de acción y pensamiento y ninguno de los dos son posibles en The Morgue), sino sobre la muerte.
Los muertos de Serrano son cadáveres “sociales” antes que “naturales” o “biológicos”. The Morgue debe entenderse, entonces, como un documento ultraartístico (en el sentido de “más allá del arte”) que levanta acta del estado de la muerte en la postmodernidad. Documento ultraartístico a la altura simbólica de, por ejemplo, Les Fleurs du Mal, donde Baudelaire supo, como Serrano, atravesar la encarnadura de su época hasta conseguir alcanzar de lleno la médula de su contemporaneidad. Así, los cuerpos de The Morgue deben leerse como síntomas sublimados de una época, como aproximaciones ideológicas a la muerte ahora. Y también como laberinto. Porque también son una dispersión de enfermedades y accidentes y agresiones y, en definitiva, una eventualidad extraviada en el magma de una megalópolis confusa y brutal en la que nadie llama a nadie por su nombre, si acaso sólo por la causa de su muerte.
(1) Apperance, Charta, Catálogo Milán, 2000, p. 143.
(2) www.undo.net, entrevista a Andrés Serrano.
(3) www.undo,net , entrevista citada.
(4) www.undo.net , entrevista citada.
(5) G. Gorer, “The pornography of Death”, Encounter, oct 1955.