La importancia del cuerpo y la imagen en la construcción
de la identidad personal
Isabel Granados Conejo
Magdalena Martínez Pecino
Hablar de una persona, implica la consideración de ella como un sujeto corporal. Considerarla como un sujeto es situarlo en las múltiples dimensiones que determinan su conducta, sus características personales, sus motivos, sus necesidades y su cultura.
Hablar de alguien como sujeto corporal es referirse a él como un ser concreto, portador de un cuerpo con el que va todos los días a su trabajo o a la escuela. Hablar del cuerpo en el trabajo o la escuela es un modo de considerar a ese individuo como un todo indivisible en cada momento de su vida cotidiana. Es también una manera de entender sus relaciones con el entorno. Y desde ahí podemos establecer un modo de observar sus comportamientos e intervenir sobre ellos.
Rodolfo Rozengardt dice que:
“Hablamos del cuerpo como algo diferente al organismo; el cuerpo como una construcción social, el cuerpo formado en la historia personal del sujeto, que en la relación que establece con su medio, va constituyendo mediadores psico-socio-culturales y por lo tanto, en cada momento está atravesado por condicionantes sociales”.
El organismo es lo primero, configurado a partir de la memoria genética de la especie. Todos nacemos como organismos en relación con un medio y en gran dependencia de ese medio; en particular, de las atenciones que los adultos dediquen al recién nacido para atender sus necesidades básicas.
Ese organismo, inicialmente casi desprovisto de estructuras simbólicas, a través de sus experiencias y mediante el sostenimiento de los adultos que guían la experiencia del pequeño en el mundo, va construyendo mediadores, que son estructuras psico-sociales, cognitivas y afectivas, que se interponen entre el organismo y su mundo de relaciones. Los ojos son órganos, pero a la vez suponen un fuerte modo de expresión y comunicación con los otros: capacidad cargada de significados sociales. El lenguaje, las ideas y creencias sobre el cuerpo en general y en particular sobre el sí mismo, también las restricciones o inhibiciones con que portamos o escondemos el cuerpo, constituyen esas estructuras. Así, el cuerpo se irá constituyendo como una especie de “vestido” que va recubriendo el organismo. El cuerpo se va constituyendo sobre el organismo a través de la historia personal y está cargado de subjetividad; el cuerpo tiene su memoria histórica, una memoria de hechos significativos.
El organismo es una unidad de respuestas y de acciones compuesto por órganos estructurados y adaptados para cumplir sus funciones según mecanismos adaptativos desarrollados en el proceso evolutivo. Sin embargo, el cuerpo es “una unidad construida”, que funda nuestra identidad personal, es decir, el yo.
El organismo es estudiado por las ciencias naturales (biomecánicas y biológicas), que consideran a cada uno como un objeto material, como un individuo de una especie y como manifestación de la vida. El cuerpo requiere una mirada interdisciplinaria: antropológica para descifrar sus significados culturales en el grupo social, psicológica para explicar los mecanismos de constitución en cada uno, sociológica para dar cuenta de los comportamientos según las pautas sociales en que se desarrollan y de cómo esas pautas se van inscribiendo en el cuerpo, arqueológica para discernir los mecanismos por los cuales la sociedad a través de mecanismos de poder y de control, ha logrado imponer ciertas formas de comportamiento negando otras. Finalmente, también se hace precisa la mirada pedagógica, como contenidos a ser enseñados en los procesos didácticos.
Pero veamos cómo se produce en el niño ese proceso evolutivo en el que va tomando conciencia de su propio cuerpo
«La idea que el niño va teniendo de quién es él, cómo es, etc., se va forjando gracias a los elementos que le llegan a través de múltiples vías (desde las sensaciones que producen en su cuerpo las caricias, a la imagen que le devuelve el espejo, al nombre que se le da, a las etiquetas que se le asignan en relación con el sexo al que pertenece, a la comparación de sí mismo con los demás, etc.).» (D.C.B. Educación Infantil, pág. 115).
Las primeras experiencias de sensación de movimiento se tienen dentro del útero materno, es aquí donde el feto comienza a ejercer presión en contra de las paredes uterinas al movilizar sus extremidades, proporcionándose retroalimentación sensorial táctil y propioceptiva (es decir, comienza a tomar conciencia de su propio cuerpo).
Inicialmente el niño no tiene conciencia de una existencia separada y diferente de su madre. Por tanto, el aspecto dominante en esta primera etapa (0-2 años aproximadamente) es la emergencia del autoconcepto a través del proceso de diferenciación entre aquello que es “si mismo” y lo que es “el otro”.
La primera distinción entre el yo y el no yo se efectúa a nivel de la imagen corporal. El niño comienza a reconocer los límites de su cuerpo a partir, probablemente, de las diversas sensaciones corporales que experimenta. A través de los múltiples contactos con la madre el niño aprende a distinguir su cuerpo de aquello que no lo es. A reconocer los límites externos de su cuerpo. Es, por tanto, a través de la imagen corporal como el niño va formando la primera noción de si mismo, separado del mundo exterior. La mayoría de los trabajos sobre este aspecto muestran reacciones del niño ante el espejo, y evidencian ya a la edad de doce meses, los primeros pasos en la identificación del niño con su cuerpo a través del espejo (Dixon, 1957; Lewis y Brooks,1975; Wallon, 1932,1959,1963; Zazzo, 1948).
Ahora bien, no sólo la imagen corporal es importante. Algunos autores señalan la importancia de las relaciones sociales y afectivas que se establecen en esta primera etapa con las personas del medio. Los intercambios vocales y, sobre todo, las mímicas que tienen lugar entre el niño pequeño y la persona adulta durante este periodo, ejercen un importante papel en el surgimiento del autoconcepto.
Una vez que tienen un concepto de sí mismos como seres diferentes, los niños comienzan a aplicar términos descriptivos (“grande o pequeño”) y evaluativos (“bueno”, “bonito”) a sí mismos. Normalmente esto ocurre en algún momento entre los 19 y 30 meses, cuando se amplían la capacidad de representación y el vocabulario.
La aparición del lenguaje marca el comienzo de una fase de consolidación del sí mismo. Empieza la utilización de los términos “yo” y “mío” lo que indica una conciencia más precisa de sí mismo y una clara diferenciación de los demás.
Hacia los dos años y medio se produce la fase de aparición del negativismo. Uno de los objetivos principales de estos años es la adquisición del sentido de autonomía. A través de la negación el niño consolida esta conciencia de sí mismo, pone de manifiesto su individualidad y refuerza su sensación de valor personal.
El niño necesita desarrollar una confianza básica en su medio, en sus padres principalmente y un sentido de autonomía dentro de unas normas y unas reglas. Así, se producen comportamientos muchas veces paradójicos. El niño, por un lado, necesita identificarse con el adulto y, por otro, necesita incrementar su sentimiento de identidad personal.
Un cambio en el autoconocimiento se puede presentar alrededor de los cuatro años, cuando se desarrolla la memoria autobiográfica y una teoría de la mente más sofisticada. La manera típica de describirse los niños de esta edad es hablando principalmente de comportamientos concretos y observables; características externas, como sus rasgos físicos; preferencias, pertenencias...suelen mencionar destrezas en particular en lugar de cualidades generales. Sus autodescripciones aluden a demostraciones; lo que él piensa de sí mismo es casi inseparable de lo que hace. Según los teóricos neopiagetianos a los cuatro años las frases acerca de sí mismos son representaciones sencillas, aisladas una de otra. Su pensamiento aún es transductivo; pasa de un aspecto particular a otro sin conexiones lógicas. Debido a que no se puede descentrar, el niño no puede considerar aspectos diferentes de sí mismo, al mismo tiempo. Su pensamiento es de todo o nada. No puede reconocer que el yo real, la persona que en realidad es, no es el mismo yo ideal, la persona que le gustaría ser; Hacia los cinco a seis años avanza, cuando comienza a relacionar un aspecto de sí mismo con otro. Sin embargo, esta elaboración de mapas representacionales – conexiones lógicas entre partes de la imagen que tiene de sí mismo- todavía las expresa en términos de todo o nada. Como lo bueno y lo malo son opuestos, el niño no puede ver que él podría ser bueno en algunas cosas y no en otras.
En los niños pequeños la autoestima- la opinión que una persona tiene de su propio valor- no se basa en una valoración realista de las capacidades o de los rasgos de personalidad. De hecho, los niños entre cuatro y siete años suelen sobrevalorar sus habilidades. Por una parte, aún no cuentan con las destrezas cognoscitivas y sociales para compararse con precisión con respecto a otros niños; además, aunque los pequeños pueden emitir conceptos sobre su competencia en diferentes actividades, aun no pueden clasificarlas según su importancia, y deben aceptar el criterio de los adultos quienes, a menudo, les dan retroalimentación positiva sin críticas (Harter, 1990).
Son de gran importancia las reacciones de las personas importantes para el niño ante la evolución física y psíquica que éste está experimentando. De ellas dependen las elaboraciones que haga sobre su valor personal, su competencia, su capacidad, etc. En resumen y tal como señalan autores como L’Ecuyer la etapa de los dos a los cinco años aproximadamente se caracteriza por la elaboración de las bases del autoconcepto. Éstas se forman a partir de las posesiones, el lenguaje, la identificación y la diferenciación de las personas significativas o importantes. A su vez las reacciones de éstas influyen en el sentimiento de valía personal que va formando el niño.
El periodo siguiente (de cinco a diez/doce años aproximadamente) es considerado como de expansión del sí mismo. El mundo escolar al que accede el niño, la gran variedad de experiencias que allí se le presentan, ponen de relieve las insuficiencias del yo que hasta ahora ha adquirido. Toda la vida escolar (sus nuevos compañeros, los profesores, etc.) aporta al niño nuevas vivencias dentro de las cuales debe aprender a situarse.
La preocupación por la imagen corporal -el aspecto físico que una persona cree que tiene- comienza ser importante a estas edades, especialmente para las niñas y puede conducir a desórdenes en la alimentación que se vuelven más comunes en la adolescencia. Cuando las niñas prepúberes comienzan a crecer y aumenta la grasa de su cuerpo, algunas influidas por las modelos ultradelgadas de los medios de comunicación, ven este desarrollo normal como indeseable.
De acuerdo con un estudio cerca del 40% de las niñas entre los nueve y los diez años buscan perder peso. Las chicas de raza blanca, aunque más delgadas que las de raza negra, tienen más posibilidad de sentirse insatisfechas con su cuerpo y se preocupan más por el sobrepeso que las niñas afroamericanas, muchas de las cuales tratan de aumentar peso. Las madres ejercen una fuerte influencia sobre los esfuerzos de control de peso de sus hijas. Las niñas cuyas madres les han dicho que son demasiado gordas o demasiado delgadas tienden más a tratar de perder o ganar peso (Schreiber et al., 1996).
Alrededor de los siete u ocho años de edad, los niños llegan a la tercera de las etapas neopiagetianas del desarrollo del autoconcepto. Los niños pueden formar sistemas representacionales: autoconceptos amplios e integrados que incluyen diferentes características de sí mismos (Harter, 1993). Las descripciones que hacen de sí mismos son más equilibradas. Pueden comparar el yo real con el yo ideal y pueden juzgar cuánto se ajusta a los patrones sociales. Todos estos cambios contribuyen al desarrollo de la autoestima, la evaluación que ella misma hace de su valor. La autoestima es un componente importante del autoconcepto, que relaciona los aspectos cognoscitivo, emocional y social de la personalidad.
Los niños con una alta autoestima tienden a ser alegres, mientras que quienes tienen una autoestima baja tienden a ser depresivos (Harter, 1990). Un estado de ánimo depresivo puede reducir los niveles de energía, situación que puede afectar los resultados de un niño en la escuela y en cualquier otro sitio, sumergiéndolo en una espiral descendente en su autoestima. Con frecuencia, los niños con baja autoestima mantienen una imagen negativa mucho después de haber dejado atrás la niñez. Por otra parte, la preocupación por la imagen del cuerpo se puede relacionar con el despertar de la atracción sexual, el cual se ha encontrado que comienza a la edad de nueve a diez años.
Toda esta etapa constituye una fase rica, intensa, en la que va acumulando y jerarquizando toda una variedad de imágenes sobre sí que repercuten sobre su sentimiento de identidad.
En la adolescencia, el aspecto físico de los jóvenes cambia; como resultado de los cambios hormonales de la pubertad, su cuerpo toma la forma que corresponde a la edad adulta. Su forma de pensar también se modifica, pues tienen una mejor capacidad para pensar de manera abstracta e hipotética. Sus sentimientos cambian casi con respecto a todo. Todas las áreas del desarrollo convergen cuando el adolescente se enfrenta a su principal tarea: establecer una identidad - incluyendo la sexual- que llevará hasta la edad adulta.
La mayoría de los jóvenes están más preocupados por su aspecto que por cualquier otra condición y a muchos no les gusta lo que ven en el espejo (Siegel, 1982). Los muchachos quieren ser altos, anchos de espalda y atléticos, no olvidemos el fenómeno actual que puede llegar a convertirse en un trastorno: la vigorexia; las niñas esperan ser guapas, delgadas pero torneadas, con piel y cabellos hermosos (Tobin-Richards et al., 1984). Los adolescentes de ambos sexos se preocupan por su peso, complexión y rasgos faciales. Las niñas tienden a sentirse más infelices por su aspecto que los chicos de su misma edad, reflejando el mayor énfasis cultural sobre los atributos físicos de la mujer. Las niñas, en especial quienes están en una época avanzada de su desarrollo en la pubertad, tienden a pensar que son demasiado obesas cuando en realidad no es así y esta imagen negativa puede llevarlas a problemas de alimentación (Richards, Boxer, Petersen & Albrecht, 1990)
Una de las grandes paradojas de la adolescencia es el conflicto entre una persona joven que pugna por encontrar su propia identidad y el abrasador deseo de ser exactamente como sus amigos o amigas. Todo lo que ubique a un adolescente aparte de la multitud puede ser inquietante, y los jóvenes pueden sentirse perturbados si maduran sexualmente más pronto o mucho después de lo usual.
El adolescente pasa un tiempo durante el que viste, piensa y actúa como el grupo de iguales. Sin embargo, la necesidad de identidad personal que le llevó también a diferenciarse de los padres le conduce, tras este periodo de identificación con el grupo, a distinguirse de él. Esta diferenciación sí mismo- prójimo no se hace sin ciertas dificultades. Continuamente se producen fluctuaciones, ambivalencias autonomía-dependencia. Aunque a veces puede darse el caso de que la presión del grupo interrumpa o dificulte la consecución de esa identidad personal, o que esta sea excesivamente gregaria.
El periodo de la adolescencia es una fase difícil que conduce a la elaboración de un autoconcepto más estable, más coherente y más afianzado lo que no significa que sea un autoconcepto inmutable.
A pesar de que sean muchos quienes piensan que el desarrollo del autoconcepto termina después de los primeros veinte años de edad, cada vez se acepta más ampliamente la idea de que la persona evoluciona durante toda su vida. Si así lo hace de forma general, también ha de ocurrir lo mismo en el aspecto concreto de la consideración sobre uno mismo.
En el periodo comprendido entre los veinte y los sesenta años el autoconcepto no sólo evoluciona sino que puede ser sometido a reformulaciones periódicas en función de una serie de acontecimientos importantes que ocurren en este periodo de la vida, como son el inicio de la vida laboral, las experiencias de éxito o fracaso en el trabajo, el matrimonio, la maternidad o paternidad, la evolución de las capacidades físicas, el status socioeconómico, cultural, etc. Todos estos elementos inciden, indiscutiblemente, en la valoración que la persona tiene sobre sí misma.
Se puede hablar, de forma genérica, de fases distintas en la evolución del autoconcepto en estas edades. Así, los diferentes estudios distinguen un periodo de focalización externa hasta, aproximadamente, los cuarenta años. Esto es, hasta esa edad se produce un interés fundamental por lo exterior, por la vida social. Entre los cuarenta y cuarenta y cinco años se comienza una concentración progresiva sobre sí mismo, se pasa del interés por lo externo al interés por lo interno. Este proceso se intensifica a partir de los sesenta años.
Desde hace ya algunos años se admite la hipótesis de que el autoconcepto puede y de hecho evoluciona a partir de los sesenta años. Esta evolución tiende a ser, generalmente, negativa. En este hecho influyen la percepción que tiene la persona de la disminución de sus capacidades físicas, la enfermedad, el retiro, la pérdida de identidad social y profesional, etc. Todos estos elementos conducen, obligatoriamente, a una reformulación de su autoconcepto, de su valor personal. No podemos obviar el hecho de que si bien nuestra sociedad está envejeciendo, esto está en proporción inversa al respeto, aprecio y consideración que se tiene a la persona mayor y al valor de sus opiniones. Si bien antiguamente se valoraba y respetaban los consejos y experiencia de los mayores, hoy, en nuestras sociedades occidentales, apenas son objeto de consideración. Esto necesariamente ha de influir y de hecho influye en el autoconcepto de nuestros mayores.
Hemos visto hasta aquí que la identidad personal no viene dada como un accesorio más de todo el equipamiento biológico con que llegamos al mundo. Ha de construirse a lo largo del tiempo, nutrirse de experiencias y aprendizajes que vamos adquiriendo a medida que nuestro contacto con el entorno se va haciendo más y más profundo. Y por supuesto, a medida que este entorno evoluciona, cambia el modo de configurarse esa identidad. Pensemos en nuestra sociedad, en los valores que la lideran, y quizás tengamos motivos de preocupación, o de tomar conciencia de la necesidad de una actuación clara, a través de una educación intencional e integral.
Y en la escuela -uno de los espacios privilegiados de socialización y por tanto también de desarrollo-, el niño, si bien es un sujeto único, al ser mirado desde diferentes lugares aparece fragmentado. Las rutinas escolares y ciertas ideologías dualistas instaladas en la historia de occidente, llevan a considerarlo como compuesto por diferentes instancias: por un lado, una cabeza a llenar de contenidos, como si fuera posible aislar un "sujeto lógico", cuya función es pensar y estar abierto a los saberes que debe aprender; niño sin cuerpo; ante otra parte de ese sujeto un cuerpo que necesita jugar para recuperar el equilibrio por el tiempo dedicado al aprendizaje; la función catártica o de descarga: “niño sin cabeza”.
Históricamente se han desarrollado varias estrategias para que el cuerpo del niño no sea un elemento perturbador: proponerle actividades de "descarga" y para ello están los recreos y ciertas propuestas asignadas a la Educación Física, Educación Artística, etc.; implementar sistemas de disciplina centrados en el castigo o la vigilancia, premiar con buenas notas a los niños que "se portan bien", formular discursos moralistas con apoyatura en conceptos de higiene o de salud acerca de la buena postura o la necesidad de quedarse quietos para poder aprender bien, diseñar con mucho detenimiento el mobiliario escolar y su utilización y otras.
La escuela, "templo del saber", lugar privilegiado para la actividad intelectual, simula o aparenta olvidar al cuerpo. En realidad, no puede olvidarlo pues el cuerpo no está ausente y menos en nuestra estetizada sociedad. Solo teniendo en cuenta al cuerpo y la imagen que de él tenemos podemos favorecer el desarrollo personal y social de nuestros alumnos, objetivo base de la educación.
Bibliografía:
- Aurelio Villa Sánchez; Elena Auzmendi Escribano (1999) Desarrolllo y evaluación del autoconcepto en la edad infantil. Bilbao. Ed. Mensajero.
- Diane E. Papalia et al. (2001) Psicología del desarrollo. Colombia McGraw-Hill interamericana.
- Jean R. Feldman (2000) Autoestima: ¿cómo desarrollarla? Juegos, actividades, recursos, experiencias creativas". Madrid. Narcea.
- Rozengardt, R.(2001) El cuerpo y la educación física en la escuela.
http://www.efdeportes.com/ Revista Digital. Buenos Aires. Año 7. N° 39. Agosto de 2001